“La gloriosa amante Magdalena encontró, en el sepulcro, unos ángeles que le hablaron en un tono angelical, es decir, con toda suavidad, para calmar la desazón que sentía; mas ella, al contrario, no sintió complacencia alguna ni en la dulzura de sus palabras, ni en el resplandor de sus vestiduras, ni en la gracia celestial de su porte, ni en la simpática hermosura de su rostro, sino que, deshecha en lágrimas, les dijo: “Se han llevado de aquí a mi Señor y no sé donde lo han puesto, y volviéndose hacia atrás vió a su dulce Salvador, pero en forma de jardinero, con lo que se sosegó su corazón, pues toda llena de dolor por la muerte de su Maestro, no quería flores, ni por consiguiente, jardinero. Tenía en su corazón la cruz, los clavos y las espinas, y buscaba a su crucificado. ¡Ah, mi buen jardinero! –dijo ella– si habéis plantado a mi difunto Señor como un lirio hollado y marchito entre vuestras flores, decídmelo en seguida, y me lo llevaré.” Pero, en cuanto la llama por su nombre, exclama: “Maestro mío.” (…) Ahora bien, para mejor glorificar a su Amado, el alma anda siempre “en busca de su faz” (Sl 104,4), es decir, con una atención siempre más solícita y ardiente, va dándose cuenta de todos los pormenores de la hermosura y de las perfecciones que hay en Él, progresando continuamente en esta dulce busca de motivos que puedan perpetuamente excitarla a complacerse más y más en la incomprensible bondad que ama”.
Tratado del amor a Dios, 5, 7 San Francisco de Sales
Foto: Alexander Ivanov – Christ’s Appearance to Mary Magdalene after the Resurrection – Google Art Project.jpg