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Domingo II de Cuaresma Sermon de San Antonio de Padua

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Sermón a los predicadores

  1. “Partiendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y Sidón. Y he aquí, una mujer cananea, que había salido de aquella región, clamaba diciéndole: “¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David!”… (Mt 15, 21 22).
    Se lee en el primer libro de los Reyes: “Israel salió en batalla contra los filisteos y acampó cerca de la piedra del socorro” (4, 1). Israel se interpreta “semilla de Dios”, y simboliza al predicador o su predicación, de la que dice Isaías: “Si el Señor de los ejércitos no nos hubiera dejado la semilla”, o sea, la predicación, “seríamos como Sodoma y Gomorra” (1, g). El predicador debe salir a la batalla contra los filisteos. Los filisteos se interpretan “cayendo por la bebida”, y simbolizan a los demonios que, embriagados de soberbia, cayeron del cielo. Contra ellos el predicador sale en batalla, cuando con su predicación hace todo esfuerzo para arrancar de sus manos al pecador; pero no lo podrá hacer si no se acampa cerca de la piedra del socorro.
    La piedra del socorro es Cristo, del que, en el relato bíblico de este domingo, se dice: “Tomó Jacob una piedra, la puso como cabecera y se durmió” (Gen 28, 11). Así el predicador debe poner debajo de su cabeza, o sea, en su mente, la piedra del socorro, Jesucristo, para descansar en El y con El y por El vencer a los demonios. Y esto querían significar las palabras: “Se acampó cerca de la piedra del socorro”, porque cerca de Jesucristo, que es ayuda en las tribulaciones, confiando en El y atribuyéndoselo todo a El, establece el campamento de sus actividades y fija las tiendas de su predicación.
    Por lo tanto, en el nombre de Jesucristo saldré contra los filisteos, o sea, contra los demonios, para poder arrancar de su mano, con esta predicación, al pecador, cautivo del pecado, confiando en la gracia de aquel que “salió para la salvación de su pueblo” (Ha 3, 13). Por esto se lee en el evangelio de hoy: “Saliendo Jesús, se fue a la región de Tiro y Sidón”.
  2. Observa que la esencia del evangelio de hoy consiste sobre todo en tres momentos: la salida de Jesucristo, la súplica de la mujer cananea por la hija atormentada por el demonio y la liberación de la misma hija. Vamos a ver el significado moral de cada uno de estos tres hechos.

I ‑ La salida de Jesús, o la salida del penitente de la vanidad del mundo

  1. “Jesús, saliendo La salida de Jesús simboliza la salida del penitente de la vanidad del mundo. De él se lee y se canta en la historia del presente domingo: “Salió Jacob de Berseba y se fue a Harán” (Gen 28, 10). He aquí como concuerdan los dos Testamentos: “Saliendo, Jesús se fue a la región de Tiro y Sidón”, dice Mateo; “Saliendo Jacob de Berseba, se fue a Harán”, dice Moisés en el Génesis.

Jacob se interpreta “suplantador”, y simboliza al pecador convertido que, bajo la planta (del pie) de la razón, aplasta la sensualidad de la carne. El sale de Berseba, que se interpreta “séptimo pozo” e indica la insaciable codicia de este mundo, que es “la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10). De este pozo, Juan en su evangelio, reportando las palabras de la samaritana que habla con Jesús, dice: “Señor, tú no tienes con qué sacar el agua, y el pozo es profundo”. Jesús le responde: “Cualquiera que bebe de esta agua, volverá a tener sed” (4, 11‑13).

Oh samaritana, con toda razón dijiste que el pozo es profundo. La codicia del mundo es profunda, porque no tiene fondo suficiente la saciedad. Y por esto, el que beba del agua de este pozo, que es un símbolo de las riquezas y de los placeres temporales, va a tener sed de nuevo. Sí, todo esto es verdad. Ya lo decía Salomón en sus parábolas: “La sanguijuela tiene dos hijas que dicen: “¡Dame, dame!” (Prov 30, 15). La sanguijuela es el diablo, que tiene sed de la sangre de nuestra alma y anhela chuparla. He ahí sus dos hijas: las riquezas y los placeres, que siempre piden: “¡Dame, dame!”, y jamás dicen: “¡Basta!”.

Asimismo, dice de este pozo el Apocalipsis: “Del pozo subía una humareda como la humareda de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire. Y de la humareda del pozo salieron langostas sobre la tierra” (Ap 9, 2‑3). El humo que ciega los ojos de la razón sale del pozo de la codicia mundana, que es el gran horno de Babilonia. A causa de este humo, el sol y el aire se oscurecen. El sol y el aire simbolizan a los religiosos. “Sol”, porque deben ser puros, fervorosos y esplendentes: puros por la castidad, fervorosos por la caridad y esplendentes por la pobreza; “aire”, porque deben ser aéreos, o sea, contemplativos.

Sin embargo, por causa de nuestros pecados, salió el humo del pozo de la codicia y ya ahumó a todos. Jeremías lo deplora en sus Lamentaciones: “¡Cómo se oscureció el oro, cómo se cambió su espléndido color!” (Lm 4, 1). El sol y el oro, el aire y el color espléndido tienen un mismo sentido: se oscureció el esplendor del sol y del oro, y el aire y el color se alteraron. observa con cuánta exactitud dijo: oscurecido y alterado. El humo de la codicia oscurece el esplendor de la religión y altera el brillante color de la contemplación celestial, en la cual el rostro del alma se colorea místicamente de un color radiante, cándido y bermejo: cándido por la encarnación del Señor, bermejo por su pasión; cándido por el marfil de la castidad, bermejo por el ardiente deseo del Esposo celestial.

4.‑ ¡Ay de mí, ay de mí! Este espléndido color está deteriorado, porque está ahumado por el humo de la codicia, del que se escribe: “De la humareda del pozo salieron langostas sobre la tierra”. Las langostas, por los saltos que hacen, simbolizan a los religiosos, los que, después de haber juntado los dos pies de la pobreza y de la obediencia, deberían saltar a la altura de la vida eterna.

Pero, desgraciadamente, con un salto hacia atrás, de la humareda del pozo salieron los religiosos sobre la tierra y, como se lee en el Éxodo, “cubrieron su superficie” (10, 5). Hoy no se organizan mercados ni se celebran asambleas civiles o eclesiásticas, en las que no estén presentes los monjes y los religiosos. Compran y venden, “edifican y destruyen, redondean lo que era cuadrado” (Horacio). En las causas convocan a las partes, litigan delante de los jueces, contratan legisladores y abogados y buscan a testigos, dispuestos a jurar junto con ellos por cosas pasajeras, frívolas y vanas.

Díganme, oh religiosos fatuos, si en los profetas, o en los evangelios de Cristo, o en las cartas de Pablo, o en la regla de san Benito o de san Agustín… hallaron estos debates, estas distracciones, estos clamores y estas declaraciones en los procesos por cosas efímeras y caducas. Más bien, el Señor dice a los apóstoles, a los monjes y a todos los religiosos, no como consejo sino mandando, porque eligieron el camino de la perfección: “Yo les digo: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen y oren por los que los calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra. Y al que te quite la capa, no le niegues ni la túnica. Dale a cualquiera que te pida; y al que tome de lo tuyo, no le pidas la devolución. Y como quieren que los hombres se porten con ustedes, así pórtense ustedes con ellos. Y si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? también los pecadores aman a los que los aman. Y si les hacen el bien a los que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6, 27‑33).

Esta es la regla de Jesucristo, que hay que preferir a todas las reglas, las instituciones, las tradiciones y los expedientes, porque “no hay siervo más grande que su amo, ni apóstol más grande que aquel que lo envió” (Jn 13, 16).

Observen, escuchen y vean, oh pueblos todos, si hay locura y presunción iguales a las de ellos. En su regla y en sus constituciones está escrito que todo monje, o canónigo, tenga dos o tres túnicas, dos pares de calzado, apropiados para el invierno y el verano. Si sucediera que por casualidad no tuvieran estas cosas a su debido tiempo y lugar, dicen que no se observan los mandatos, mientras se está pecando tan mezquinamente contra la regia. Puedes constatar con cuánto escrúpulo observan las prescripciones que favorecen el cuerpo; y poco o nada observan la regla de Jesucristo, sin la cual no pueden salvarse.

¿Y qué diré de los clérigos y de los prelados de la Iglesia? Si algún obispo o prelado de la iglesia hace algo contra una decretal de Alejandro, de Inocencio o de cualquier otro Papa, se le acusa, se convoca al acusado, se le demuestra al convocado su error y, convicto, se le destituye. Si, en cambio, comete algo grave contra el evangelio de Jesucristo, que más que todo debería observar, no hay nadie que lo acuse ni que lo reprenda. “Todos aman lo suyo propio, no lo que es de Jesucristo” (Filp 2, 21).

Con respecto a estas cosas, el mismo Cristo amonesta así tanto a los religiosos como a los clérigos: “Ustedes anularon el mandato de Dios en nombre de sus tradiciones. Hipócritas, bien de ustedes profetizó Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me dan culto, enseñando doctrinas, que son preceptos humanos” (Mt 15, 6‑9). Y de nuevo: “¡Ay de ustedes, fariseos, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo, de la ruda y de toda hortaliza; pero transgreden la justicia y el amor de Dios! Esto era necesario hacer, sin omitir lo otro. ¡Ay de ustedes, fariseos, que buscan los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en la plaza! ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, que cargan a los hombres con cargas insoportables; pero ustedes no las tocan ni con un dedo! ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, que arrebataron la llave de la ciencia! Ustedes no entraron y se lo impidieron a los que querían entrar! (Lc 11, 42 … ). Con razón afirma el Apocalipsis: “Salió una humareda del pozo como humo de un gran horno; el sol y el aire se oscurecieron; y del humo del pozo salieron langostas sobre la tierra”.

5.‑ Observa también que el pozo de la codicia humana es llamado “séptimo pozo”, y esto por dos motivos: o porque es la sentina y la cloaca de siete crímenes dice el Apóstol que “la codicia es la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10)‑; o porque, como se lee en el Génesis que “el séptimo día no tuvo tarde” (Gen 2, 2), así la codicia no tiene fondo de suficiencia. Por eso, de este pozo desgraciado sale el pecador arrepentido, al que se aplican las palabras: “Saliendo Jacob de Berseba, se fue a Harán. Saliendo Jesús, se fue a la región de Tiro y Sidón”.

Vamos a ver lo que significan los tres nombres: Tiro, Sidón y Harán. Tiro se interpreta “angustia”, Sidón “caza de la tristeza” y Harán “excelsa” o “indignación”.

El penitente, saliendo de la codicia del mundo, se va a la región de Tiro, es decir, de la angustia. Observa que el verdadero penitente tiene una doble angustia: la primera es la que siente por los pecados cometidos; la segunda es la que sufre a causa de la triple tentación del diablo, del mundo y de la carne.

De la primera, dice Job: “Las cosas que antes mi alma no quería tocar, ahora en mi angustia se me volvieron mi alimento” (6, 7). Para el penitente, a motivo de la angustia de la contrición que siente por sus pecados, las asiduas vigilias, la abundancia de las lágrimas, los frecuentes ayunos son como alimentos exquisitos. Todas estas cosas el alma, o sea, su sensualidad, saciada de cosas temporales, antes de volver a la penitencia, las aborrecía hasta no tocarlas. Por esto dice Salomón: “El alma harta pisotea el panal de miel; en cambio, el alma hambrienta toma también lo amargo, como si fuera dulce” (Prov 27, 7).

6.‑ De la segunda angustia, causada por la triple tentación del justo, dice Isaías: “Como los torbellinos vienen del viento africano, así la devastación viene del desierto, de una tierra espantosa. Una visión espeluznante se me mostró. Por eso, mis lomos se llenaron de dolor, la angustia me tomó como la angustia de una parturienta. Me agobié al oírlo y me espanté al verlo. Se pasmó mi corazón y las tinieblas me colmaron de angustia” (21, 1‑4).

Presta atención a estas palabras: en el torbellino se indica la sugestión del diablo; en la devastación, la codicia del mundo; en la visión angustiosa, la tentación de la carne.

Los torbellinos que vienen del viento africano son las sugestiones del diablo, que turban y atormentan el alma del penitente. Se dice en Job: “Súbitamente desde el desierto irrumpió un viento impetuoso, que sacudió los cuatro ángulos de la casa; y ésta se desplomó aplastando a los hijos de Job” (1, 19). El viento impetuoso, que viene del desierto, es la repentina sugestión del diablo que a veces, súbitamente, irrumpe con tanta violencia, que sacude desde los cimientos las cuatro principales virtudes del alma del justo y de vez en cuando la hace caer, ¡ay de mí!, en el pecado mortal. Y así los hijos de Job, o sea, las obras buenas y los buenos sentimientos del justo perecen.

7.‑ La devastación que viene del desierto es la codicia, que viene del desierto, o sea, del mundo lleno de fieras, y quiere devastar las riquezas de la pobreza en el hombre santo, o sea, en el penitente arrepentido. Dice Joel: “El fuego devoró la belleza del desierto, y la llama quemó todas las plantas de la región” (1, 19). El fuego, o sea, la codicia comió o, mejor, devoró la belleza del desierto, o sea, a los prelados y a los ministros de la iglesia, que están colocados en el desierto de este mundo y que Dios dio para la belleza y el decoro de la misma Iglesia. Y la llama de la avaricia quemó todas las plantas de la región, o sea, a todos los religiosos, que con razón son llamados “plantas de la región”. La región es la vida religiosa, en la que fueron trasplantados desde la región de la desemejanza, o sea, de la vanidad del mundo (donde se destruye la semejanza con Dios), para llevar frutos de gloria celestial.

8.‑ La visión angustiosa, anunciada por una tierra espantosa, es la tentación de la carne, que con razón es llamada tierra espantosa, porque es horrorosa y abominable a causa de pensamientos depravados, palabras ofensivas, obras perversas, innumerables impurezas e inmundicias. Y observa que la tentación de la carne es llamada visión angustiosa, porque consiste principalmente en la visión de los ojos. Dice el Filósofo: “Los primeros dardos de la lujuria son los ojos” (Isidoro). De ello se quejaba Jeremías en las Lamentaciones: “Mis ojos saquearon mi alma” (3, 51). Y el bienaventurado Agustín: “El ojo impúdico es anuncio de un corazón impúdico”. Y por eso, dice el bienaventurado Gregorio: “Los ojos deben ser mortificados, porque son como ladronzuelos”, de los cuales se habla en el cuarto libro de los Reyes: “Unos ladronzuelos habían arrebatado de la tierra de Israel a una niña, que estaba al servicio de la mujer de Naamán el leproso” (5, 2). Los ladronzuelos son los ojos, que arrebatan a la niña, o sea, la pudicicia y la castidad, de la tierra de Israel, o sea, de la mente del justo que ve a Dios; y así la hacen servir a la mujer, o sea, a la fornicación, que es la esposa de Naamán el leproso, o sea, del diablo. Con tal mujer el diablo leproso engendra a muchas hijas e hijos leprosos.

Hay otra interpretación. Esa tentación de la carne es llamada una visión angustiosa, que suele suceder en el sueño, y es llamada polución carnal que turba profundamente, y debe turbar, la mente del justo. Dice Job: “Me espantarás ‑o sea, permites que sea espantado‑ con los sueños y me sacudirás con visiones horrorosas. Por esto mi alma preferiría colgarse y mis huesos preferirían la muerte” (7, 14‑15). El justo, cuando se siente sacudido por el terror de la visión engañosa, debe en seguida levantarse y suspender su alma en la contemplación de las cosas celestiales, y debe castigar con gemidos y azotes los huesos del cuerpo excitado, que percibió un momentáneo placen

Observa que esta polución puede suceder de cuatro maneras: o sucede por la excesiva acumulación de humores, o por la debilidad del cuerpo, y en estos casos no hay pecado o al máximo pecado venial; puede suceder por exceso de alimentos y de bebidas, y si esto se hace habitual, es pecado mortal; o puede suceder por haber contemplado, con el consenso de la mente, la belleza femenina; y entonces es ciertamente pecado mortal. Dice, pues, el penitente, que, saliendo de Berseba, se fue a la región de Tiro, o sea, de la “angustia”: Como los torbellinos , o sea, las sugestiones, vienen del viento africano, o sea, del diablo, así la devastación, o sea, la codicia que todo lo devasta, viene del desierto, o sea, del mundo; así también la angustiosa visión de la tentación me fue anunciada a través de una tierra horrible, o sea, de una carne miserable.

¡Ay de mí, ay de mí, Señor Dios! En un torbellino tan grande, en una devastación tan grave y en una visión tan espantosa, ¿a dónde huir? ¿Qué hacer? Oye lo que el penitente añade: “Por esto mis lomos están colmados de dolor, y me posee una angustia como la de una parturienta”. Cuando se anuncia la angustiosa visión de una tierra horrorosa, los lomos del penitente se llenan de dolor, no de deleite. Por eso dice con el Profeta: “Quema mis riñones, Señor” (Salm 25, 2). Y “la angustia me posee”. Este penitente que dice: “La angustia me posee”, se había ido de veras a la región de Tiro. ¿Y qué angustia le toma? La angustia de la parturienta. Como no hay angustia mayor que la de la parturienta, así no hay angustia mayor que la del justo, sometido a la tentación. Se lee en el Éxodo: “Los egipcios odiaban a los hijos de Israel, y los atormentaban y escarnecían, y les amargaban la vida” (1, 13‑14). Los egipcios son los demonios, los pecadores impenitentes y los movimientos carnales. Todos estos odian a los hijos de Dios, o sea, a los justos: los demonios los atormentan, los pecadores impenitentes los escarnecen y los movimientos carnales amargan sus vidas.

9.‑ “Me pasmé al oírlo y me turbé al verlo. Mi corazón se desmayó y las tinieblas me aturdieron”. Consideremos el significado de cada expresión, Dice el penitente: “Al oír” los torbellinos provenientes del viento africano, en seguida me desplomé con el rostro en tierra, suplicando al Señor que no permitiera que fuera arrastrado por ese torbellino. El justo, al advertir las sugestiones del diablo, en seguida debe postrarse en oración, porque “esta especie de demonios sólo se echa con la oración y el ayuno” (Mt 17, 20). “Me turbé” al ver venir la devastación de la codicia mundana. Con razón dice: “Me turbé”. El justo, cuando le seduce el afán de las cosas temporales, en seguida debe experimentar turbación en el alma y en el rostro, para que no lo seduzcan. “Se desmayó mi corazón” por los impulsos de la lujuria; y “las tinieblas” de la muerte eterna me aturdieron, cuando me fue anunciada la angustiosa visión de la horrorosa tierra. Como un clavo echa otro clavo, así el temor de la gehena aleja el deleite de la lujuria. Con razón se dice del hombre penitente: “Saliendo de Berseba, se retiró a la región de Tiro y se fue a Harán”.

Y observa cómo van muy de acuerdo Tiro y Harán, o sea, la angustia y lo excelso, porque el que quiere llegar a las cosas excelsas, no lo puede lograr sin pasar por la angustia. Así el penitente, que quiere remontarse a la plenitud de la vida eterna, debe antes pasar por Tiro. Por eso dice Cristo en Lucas: “¿No era necesario que Cristo padeciese ‑he ahí Tiro ‑, para entrar en su gloria?” ‑ he ahí Harán (24, 26).

¿Qué haremos, pues, al penitente que sale del pozo de la codicia mundana y anhela subir a las alturas de la bienaventuranza celestial? El monte es muy alto, y la subida muy áspera y llena de obstáculos. Para que no desmaye en el camino, le construiremos una escala, por la cual pueda subir con facilidad; como se lee en el relato bíblico de este domingo: “Jacob vio en sueños una escala, apoyada en tierra”.

10.‑ Observa que esta escala tiene dos brazos (los tirantes) y seis peldaños, por los que se hace la subida. Esta escala es la santificación del penitente, de la que el Apóstol habla en la epístola de hoy: “Esta es la voluntad de Dios: su santificación. Que cada uno sepa mantener su cuerpo con honor y santidad” (1Tes 4, 3‑4). Los brazos de esta escala son la contrición y la confesión. Los seis peldaños son aquellas seis virtudes, en las que consiste toda la santificación del alma y del cuerpo: la mortificación de la propia voluntad, el rigor de la disciplina, la virtud de la abstinencia, la consideración de la propia fragilidad, el ejercicio de la vida activa, la contemplación de la gloria celestial.

De estas seis virtudes habla el Señor por boca de Ezequiel: “Y tú, hijo del hombre, toma contigo trigo y cebada, habas y lentejas, mijos y avenas; lo pondrás todo en una sola batea y te harás panes” (4, 1‑9). En el trigo que muere cuando se lo echa en el surco, está representada la mortificación de nuestra voluntad; en la cebada que tiene una paja muy tenaz, está representado el rigor de la disciplina; en el haba, que es el alimento de los que ayunan, está representada la virtud de la abstinencia; en las lentejas, que son muy pequeñas y de poco valor, está representado el conocimiento de nuestra fragilidad; en el mijo, que requiere asiduos cuidados, está representado el ejercicio de la vida activa; en la avena, que tiende hacia lo alto, está representada la contemplación de la gloria celestial.

Ya que en estas virtudes consisten nuestra santificación y nuestra purificación, tomémoslas y echémoslas en nuestra batea (nuestro cuerpo), del cual dice el Apóstol: “Que cada uno de ustedes sepa mantener el propio cuerpo con honor y santidad”. Y con estas seis virtudes elaboremos unos panes, con los que nos saciemos y podamos retirarnos a la región de Tiro y dirigirnos hacia Harán. De Jesús se dice: “ Saliendo de allí, se retiró a la región de Tiro”.

11.‑ “Se retiró también a la región de Sidón”. Sidón se interpreta “caza de la tristeza”.

Observa que el cazador, que quiere hacer una buena caza, debe tener cinco cosas: un corno sonoro, un perro veloz e intrépido, un dardo limado y afilado, una aljaba con flechas y arco. El corno para tocar, el perro para atrapar, el dardo para matar, las flechas y el arco para herir de lejos con flechas las bestias que no pudo matar con la lanza.

El cazador es el penitente, al cual el Padre en la historia bíblica de este domingo, dice: “Toma tus armas, la aljaba y el arco, y tráeme de tu caza, para que yo coma y mi alma te bendiga” (Gen 27, 3‑4). Las armas del hijo penitente son la aljaba y el arco; las flechas en la aljaba son las punzadas y los dolores de la contrición en el corazón, de los que dice Job: “Las flechas del Señor están clavadas en mí, y la irritación que ellas producen impregna mi espíritu” (6, 4).

Las flechas del Señor son las punzadas del corazón, con las que el Señor hiere misericordiosamente el corazón del pecador, para que, indignado contra sí mismo por el pecado, aniquile el espíritu de soberbia, como justamente declara la cita: “La irritación que producen esas flechas impregna”, o sea, consume mi espíritu, o sea, mi soberbia.

En el arco está indicada la confesión. Dice el Señor en el Génesis: “Pondré mi arco en las nubes del cielo, y será un signo de mi alianza con la tierra” (9, 13). Entre Dios y la tierra, o sea, el pecador, al cual se dijo: “Tú eres tierra y a la tierra regresarás”, se establece el arco de la confesión, que es el signo de la alianza, de la paz y de la reconciliación. Con esto puedes apreciar cuán justamente el arco simboliza la confesión.

12.‑ Observa que en el arco hay cuatro elementos: las dos extremidades flexibles, el centro rígido e inflexible y la cuerda elástica, con la cual se tensan las mismas extremidades.

Asimismo, en la confesión debe haber cuatro elementos. Las dos puntas de la confesión son el dolor de los pecados pasados y el temor de las penas eternas; el centro, rígido e inflexible, es el firme propósito que el penitente debe tener, para no volver jamás al vómito; la cuerda elástica es la esperanza del perdón, que de veras ablanda la rigidez de las dos puntas del dolor y del temor. Con tal arco, pues, se lanzan “las flechas agudas del Poderoso” (Salm 119,4).

Además, el cazador, o sea, el penitente debe tener un corno sonoro, un perro y un dardo. En el corno está indicado el grito de la acusación sincera; en el perro, los ladridos de la conciencia arrepentida; en el dardo, el castigo y la propia punición, y la satisfacción.

El pecador, pues, con el arco de la confesión debe tener el corno de la acusación sincera y el perro de una conciencia que inquieta, para no descuidar nada del pecado y de sus circunstancias. Debe tener también el dardo de la punición, de la indignación y de la satisfacción, para castigarse a sí mismo, indignarse contra sí mismo y reparar por sus pecados, “para que tanto de sí mismo sacrifique, cuanto procuró a sí mismo complacer” (Glosa).

Esta es una buena caza, de la que dice el padre al hijo: “Tráeme de tu caza, para que yo coma y mi alma te bendiga”. De esta caza se dice en el evangelio de hoy: “Jesús, saliendo de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón”.

III  La liberación de la hija de la cananea

17.‑ Siempre en el Génesis, leamos la continuación del relato: “Los dos hijos de Jacob, Simeón y Leví, hermanos de Dina, tomaron espadas, entraron en la ciudad animosamente, mataron a todos los varones incluyendo a Hamor y a Siquem, y sacaron a Dina, su hermana, de la casa de Siquem” (34, 25‑26).

Simeón se interpreta “el que escucha la tristeza”, y simboliza la contrición del corazón; Leví se interpreta “añadido”, y simboliza la confesión de la boca, que debe añadirse a la contrición del corazón.

Estos dos hijos de Jacob, o sea, del penitente, y hermanos de Dina, o sea, de su alma, deben aferrar las espadas del amor y del temor de Dios y matar al diablo y su soberbia y todo lo que le pertenece, o sea, el pecado y sus circunstancias. Y así podrán liberar a su hermana, el alma, esclava en la casa del diablo y atada por la cadena de las malas costumbres.

Roguemos, pues, queridísimos, al Señor Jesucristo, que por su santa misericordia nos conceda salir de la vanidad del mundo y entrar en la región de Tiro y Sidón, o sea, de la contrición y de la confesión, para que nuestra hija, nuestra alma, pueda ser liberada del diablo y de sus tentaciones y ser colocada en la bienaventuranza del reino celestial.

Nos conceda esta gracia Aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.

Y todo hombre responda: “¡Amén! ¡Así sea!