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Sermon Cuarto Domingo de Cuaresma de San Carlos Borromeo

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A) Los grandes no siguen a Cristo

Al rotar de las estaciones, nuestro sol visible derrama sus benéficos fulgores por la tierra; pero aquel otro sol, Cristo Jesús, llena el mundo de mayores bienes. Mientras vivió, entre nosotros, curó no solo las almas, sino los cuerpos, y los ojos de los ciegos, y hoy a la derecha del Padre continua su obra vivificadora. Al igual que pasaba por las cercanías de Jericó, según refiere el Evangelio (Lc. 18,36), pasa también ahora, acaba de pasar entre nosotros, puesto que lo habéis adorado llevado en procesión por mis manos indignas, y pasa cotidianamente cuando los predicadores cumplen su misión. Por eso quisiera hablaros del ejemplo que nos dieron aquellos dos ciegos. Después de relatado el episodio y resuelta la cuestión sinóptica del número de los enfermos, continúa: Las turban humildes seguían al Señor, pero no iban con El ni los fariseos, ni los ricos, ni los príncipes del pueblo. ‘¡Oh, que pocos siguen a Cristo cuando sube a Jerusalén hacia la muerte, y de los que le siguen, que poquísimos pertenecen a esa clase que se ha dejado envolver por las redes del mundo y del demonio, que no son otras, sino las riquezas! Ya nos lo dijo Jeremías: Recorred las calles de Jerusalén…, buscad por sus plazas a ver si halláis un varón, uno solo, que obre según justicia… Yo me decía: Quizá es solo la gente baja e ignorante… Voy a dirigirme a los grandes y les hablaré… Pero todos a una han quebrado el yugo (5,1-5). Y al no encontrar Jeremías un poderoso que siguiera la senda, continuaba: Los has castigado, y no se han dolido; los has corregido con azotes, pero no han querido escarmentar; ¡tienen la cara más dura que una piedra! (ibid., 3). Triste situación, que resuelve trágicamente el Señor con las siguientes amenazas: Los devorará el león de la selva… Cuantos salgan de sus ciudades serán despedazados, porque son muchas sus maldades (ibid., 6)…

B) Hoy sucede lo mismo

Pero ¿como nos maravilla no encontrarle entre los nobles, si se trata del Hijo de Dios, Sabiduría del Padre?… No creáis que tal cosa ocurría solo en aquellos tiempos, pues los nuestros son peores. Ved la prueba: Todos los días predicó y exhorto a que frecuentéis los santos sacramentos de la Eucaristía y de la confesión, a que os esforcéis en la nobilísima virtud de la limosna, a que os dediquéis a enseñar a los niños y rudos los principios de la fe. Pues bien, ¿cuántos ricos y nobles creéis que se han decidido a oír mis exhortaciones y a ponerlas en práctica? Yo as aseguro que, si me hicieran caso cien personas, y aunque fueran mil, seria muy difícil que entre ellas encontraseis a uno o dos ricos. Y ¿por qué? ¿Por qué otra causa va a ser, sino porque estos hombres, necios y mas que necios, nobles de Satanás, juzgan indigno seguir a Cristo? Los colocó Dios en sus altos puestos para que diesen ejemplo a los demás, y están tan lejos de cumplir su obligación, que lo que hacen es perjudicar y poner a muchos en el mismo peligro de condenación en que viven ellos, porque el pueblo sencillo los juzga sabios y se dirige por su ejemplo y sus consejos… Seguid, seguid al mundo, y ya nos diréis, cuando alcancéis el final de vuestro camino, el premio que habéis alcanzado. Dejadnos a nosotros ir en pos de Cristo en medio de las turban pobres y viles.

C) Sin Cristo y con las criaturas

Aquellos ciegos representaban a la humanidad antes de la revelación y a todos los hombres, incluidos los filósofos, que se pasaron muchos siglos sin saber de dónde habían venido y adonde iban. Tristes efectos del pecado original. Porque el hombre, bajando de la Jerusalén celestial a Jericó, cayó en manos de ladrones, que, despojándole de lo sobrenatural, le dejaron malherido en sus mismas fuerzas naturales. Desde entonces gemimos con una voluntad debilitada y sin energía y un entendimiento envuelto en tinieblas y herido de ceguera. ¡Pobres de aquellos ciegos sentados tranquilamente, casi sin darse cuenta de su ceguedad por la fuerza de la costumbre! Estaban sentados junto al camino, por donde marchaban en continuo flujo y reflujo las gentes. Algo parecido le ocurre al mundo, que, ciego como es, ha vivido siglos enteros sentado tranquilamente sin preocuparse de su falta de vista. Mas, si el pecado fue grande, lo supera la misericordia de Dios. El nos encierra a todos en la desobediencia para tener de todos misericordia (Rom. 11,32). Y ahí continúa el mundo sentado junto al camino, por que no dejan de transitar las criaturas, con que se distrae, olvidado por completo de su Creador. Es un doble crimen el que ha cometida mi pueblo: dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas, cisternas agrietadas (Ier. 2, 13). Trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza del hombre corruptible (Rom. 1,23). Todos nos encontramos entre Dios y el camino de las criaturas. Uno y otro nos llaman. Tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega… (Rom. 7,21). Peligroso es este camino de las criaturas, como peligroso era el de Jerusalén a Jericó, que abundaba en ladrones y asesinos, no obstante las flores que parecías adornarle. Hijos míos, tened cuidado de no sentaros en él; a pesar de su belleza, esas rosas fragantes, esas suavísimas violetas, no os pueden alimentar, y moriréis de hambre. Y les pedimos limosna a quienes no nos la pueden dar, a las criaturas, que nada tienen para ellas mismas. Nos contentamos con esas pequeñas limosnas de la comida, la bebida, el aire plácido, lo que la naturaleza reparte a los animales, y, cuando nos parece poco esta pobreza, todavía nos atrevemos a pedir a las criaturas limosnas peores. ¡Qué diré de los curiales y de los Áulicos! ¡Oh, mil veces mas desgraciados que los mismos esclavos! ¡Que estipendios tan torpes piden a los demás, cuando mendigan hasta con daño de su dignidad propia!

D) Jesús pasa

El Señor pasa junto al mundo ciego de muchas y diferentes maneras. Pasa con la belleza y el movimiento de los cielos, que debían admirarnos y llevarnos a un conocimiento de Dios, siquiera fuera oscuro e imperfecto, pero a lo menos suficiente. Los seres creados son; una especie de turba que puede avisarnos, pero notad que las que acompañan al Señor iban de paso, porque también las criaturas pasan y sólo nos deben servir como de apoyo para conocer al que es inmutable. ¡Qué fe0lices fueron aquellos ciegos, que con los ojos cerrados tuvieron luz suficiente para conocer al Señor! ¡Cuántos muy sanos no consiguieron lo que ellos! ¡Cuántos filósofos no han acertado a ver a Dios! Tampoco deben detenernos las turbas que quieren impedir que nos acerquemos a Jesús. Consideraban los vestidos harapientos; de los ciegos y no atendían al brillo de su fe y a la hermosura de su conciencia. Notad que procuraban apartarlos, no por mala voluntad hacia ellos, sino por honrar a Cristo. Querían que no le molestaran o le pidieran limosna, y consideraban indigno del Señor que se acercase a El tal clase de gentes. ¡Qué fatua es la sabiduría del mundo! ¿Sabéis en qué consisten los gritos que dan las turbas de las criaturas? Pues, en que fueron creadas para llevarnos a Dios, y nosotros, por medio de nuestros pecados, torcemos su fin y hacemos que nos separen de Cristo.

E) La oración

Aquellos ciegos, por encima de los gritos de la muchedumbre, hicieron sobresalir los suyos. Tal es la naturaleza de la fe viva, que cuanto mas impedimentos halla, más se enciende. Aprendemos en este pasaje evangélico que no hay que desistir de la oración, ni porque las turbas griten ni porque las criaturas aumenten la violencia de la seducción, y, además, que, aunque parezca que Cristo no nos oye, hay, que persistir en nuestras clamores sin desconfianza, sin dudar y con fe muy recta. Luego el clamor de los pobres llega a Dios. Y ¿qué me puede importar que el mundo me desprecie y sus sabios se nieguen a oírme, si el Señor me escucha? ¿Qué queréis que os haga? (Mt. 20,32), dijo a los ciegos. Tened ánimo, hijitos míos, no desconfiéis, puesto que vuestra salud está en vuestras mismas manos y todo lo que queráis se os hará. No es necesario, sino que queráis, que consintáis, porque el que os hizo a vosotros sin vosotros, no os quiere salvar sin vosotros. Pero, Señor Jesús, ¿por qué preguntáis lo que estáis viendo? Su misma enfermedad te lo dice, ¿para qué es necesario que lo manifiesten con palabras? —No lo pido para conocer el sufrimiento, sino la fe; no deseo oír lo que padecen, sino conocer que es lo que piensan de mí. — ¡Oh Señor! ¿No vas a saber lo que piensan de ti? —Sí que lo sé, pero quiero que los pueblos busquen su médico y digan delante de todos lo que desean, porque así, mientras los ciegos confiesan al Hijo de Dios, los que tienen vista y me juzgan sólo hombre, son confundidos. La oración nunca se vuelve vacía si, a la vez que se pide, se honra a Dios, llamándole Señor, y se hace con fe perseverante, sin distraerse en pensamientos inútiles o con respetos mundanos o abandonando nuestras buenas obras.

F) Seguir a Cristo

Los ciegos siguieron inmediatamente al Señor. ¿Cómo puede mendigar nadie cosas del mundo después de haber visto a Cristo? Conoció la dulzura del Señor aquel Nivardo, hermano de San Bernardo, de corta edad, que cuando sus hermanos, al irse al monasterio, le felicitaron por la gran heredad que le dejaban íntegra, les contestó: ‘Inicuo será ciertamente, hermanos, el cambio. ¡Que vosotros poseáis los bienes celestiales y yo los terrenos, vosotros los eternos y yo los transitorios, vosotros los estables y yo los caducos en continua mudanza, vosotros las riquezas verdaderas y yo las falsas y fingidas! Y renunciando él también a aquella abundantísima herencia, la repartió a los pobres y se entregó al servicio de Dios’. Seguid a Cristo. ¿Creéis que hay algo mas agradable a Dios que el que sigamos a Cristo hasta el cielo para ocupar las sedes que están allí vacías? Oíd que graciosamente nos invita (Mt. 16,24): El que quiera venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame. ¿A quien vamos a seguir sino a Cristo? ¿Al demonio, al mundo, a la carne, a la muerte y al pecado, o a Cristo, Hijo de Dios, sapientísimo y eterno, verdad que nos busca con amor infinito para vivir con nosotros, gozar de las delicias entre los hijos de los hombres y, por fin, llevarnos a la gloria? ¡Ojalá seamos tan felices como aquellos ciegos! ¡Qué pocos se les parecen en esta ciudad! Prefieren ir de acá para allá en sus negocios, en vez de sentarse alguna vez por donde va a pasar Cristo. Los ciegos pidieron desde lejos y consiguieron lo que deseaban; vosotros tenéis a Cristo tan cerca, que se deja tocar y comer, que esta deseando recibir vuestros memoriales, y os olvidáis de pedirle. Ahí le tenéis en la Cruz, sujeto no por los clavos, sino por amor; ahí lo tenéis en el altar hecho pan blanquísimo. Corred, pedid y recibiréis; nunca volveréis sin nada, porque en El habita la plenitud de todo bien.

(Verbum Vitae, t. II, B.A.C., Madrid, 1954, p. 1161-1166)