≡ Menu

Segundo Domingo de Pascua por San Gregorio Magno

Suscribete
Suscribete
Siguenos
Twitter
Visit Us
Follow Me
RSS

HOMILIA VI [XXVI] Lección del Santo Evangelio Según San Juan (20,19-31)

  1. La primera cuestión que de esta lección asalta al pensamiento es: ¿cómo después de la resurrección fue el verdadero cuerpo de Jesús el que, estando cerradas las puertas, pudo entrar a donde estaban los apóstoles?
    Mas debemos reconocer que la obra de Dios deja de ser admirable si la razón lo comprende, y que la fe carece de mérito cuando la razón adelanta la prueba. En cambio, esas mismas obras de Dios que de ningún modo pueden comprenderse por si mismas, deben cotejarse con alguna otra obra suya, para que otras obras más admirables nos faciliten la fe en las que son sencillamente admirables.
    Pues bien, aquel mismo cuerpo que, al nacer, salió del seno cerrado de la Virgen, entró donde estaban los discípulos hallándose cerradas las puertas.
    ¿Qué tiene, pues, de extraño el que después e la resurrección, ya
    eternamente triunfante, entrara estando cerradas las puertas el que,
    viniendo para morir, salió a luz sin abrir el seno de La Virgen? Pero, como dudaba la fe de los que miraban aquel cuerpo que podía verse, mostróles en seguida las manos y el costado; ofreció para que palparan el cuerpo que había introducido estando cerradas las puertas. En lo cual pone de manifiesto dos cosas admirables y para la razón humana harto contrarias entre sí, y fue mostrar, después de su resurrección, su cuerpo incorruptible y a la vez tangible, puesto que necesariamente se corrompe lo que es palpable, y lo incorruptible no puede palparse.
    No obstante, por modo admirable e incomprensible, nuestro Redentor,
    después de resucitar, mostró su cuerpo incorruptible y a la vez palpable, para, con mostrarle incorruptible, invitar a los premios y, con presentarle palpable, afianzar la fe; además se mostró incorruptible y palpable, sin duda, para probar que, después de la resurrección, su cuerpo era de la misma
    naturaleza, pero tenia distinta gloria.
  2. Y les dijo: La paz sea con vosotros. Como mi Padre me envió, así os envío yo también a vosotros. Esto es, como mi Padre, Dios, me envió a mí, Dios también, yo, hombre, os envío a vosotros, hombres.
    El Padre envió al Hijo, quien, por determinación suya, debía encarnarse para la redención del género humano, y el cual, cierto es, quiso que padeciera en
    el mundo; pero, sin embargo, amó a Hijo, que enviaba para padecer.
    Asimismo, el Señor, a los apóstoles, que eligió, los envió, no a gozar en el mundo, sino a padecer, como El había sido enviado. Luego, así como el Padre ama al Hijo y, no obstante, le envía a padecer, así también el Señor ama a los discípulos, a quienes, sin embargo, envía a padecer en el mundo.
    Rectamente, pues, se dice: Como el Padre me envió a mí, así os envío yo también a vosotros; esto es: cuando yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo con el mismo amor con que el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos.
    Aunque también puede entenderse que es enviado según la naturaleza divina. Y entonces se dice que el Hijo es enviado por el Padre, porque es engendrado por el Padre; pues también el Hijo, cuando les dice (Is. I 5,26)
    Cuando viniere el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, manifiesta que El les enviaré eL Espíritu Santo, el cual, aunque es igual al Padre y al Hijo, pero no ha sido encarnado. Ahora, si ser enviado debiera entenderse tan solo de ser encarnado, cierto que no se diría en modo alguno que el Espíritu Santo seria
    enviado, puesto que jamás encarnó, sino que su misión es la misma
    procesión, por la que a la vez procede del Padre y del Hijo. De manera que, como se dice que el Espíritu Santo es enviado porque procede, así se dice, y no impropiamente, que el Hijo es enviado porque es engendrado.
  3. Dichas estas palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu
    Santo. Debemos inquirir qué significa el que nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando vivía en la tierra y otra sola vez cuando ya reinaba en el cielo; pues en ningún otro lugar se dice claramente que fuera dado el Espíritu Santo, sino ahora, que es recibido mediante el aliento, y después, cuando se declara que vino del cielo en forma de varias lenguas.
    ¿Por qué, pues, se da primero en la tierra a los discípulos y 1uego es enviado
    desde el cielo, sino porque es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo? Se da en la tierra el Espíritu Santo para que se ame al prójimo, y se da desde el cielo el Espíritu para que se ame a Dios.
    Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu es uno y se da dos veces: La primera, por el Señor cuando vive en la tierra; La segunda, desde el cielo, porque en el amor del prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios; que por eso San Juan dice (Jn. 4,20): El que no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podría amarle? Cierto que antes ya estaba el Espíritu Santo en las almas de los discípulos para la fe; pero no se les dio manifiestamente sino después de la resurrección. Por eso está escrito (Jn. 7,39): Aún no se había comunicado el Espíritu Santo, porque Jesús no estaba todavía en su gloria. Por eso también se dice por Moisés
    (Deut. 32,13): Chuparon la miel de las peñas y el aceite de las más duras rocas. Ahora bien, aunque se repase todo el Antiguo Testamento, no se lee que, conforme a la Historia, sucediera tal cosa; jamás aquel pueblo chupó La mil la piedra ni gusto nunca tal aceite; pero como, según San Pablo (1Cor.
    10,4), La piedra era Cristo, chuparon mil de la piedra los que vieron las obras y milagros de nuestro Redentor, y gustaron el aceite de la piedra durísima, que merecieron ser ungidos con la efusión del Espíritu Santo después de la resurrección. De manera que, cuando el Señor, mortal aun, mostró a los discípulos la dulzura de sus milagros, fue como darles mil de la piedra; [4] y derramó el aceite de la piedra cuando, hecho ya impasible después de su resurrección, con su hálito hizo fluir el don de la santa unción.
    De este óleo se dice por el profeta (Is 10,27) Pudriráse el yugo por el aceite. En efecto, nos hallábamos metidos al yugo del poder del demonio, pero fuimos ungidos con el óleo del Espíritu Santo, y como nos ungió con la gracia de la liberación, pudrióse el yugo del poder del demonio, según lo asegura San Pablo, que dice (2 Cor. 3,17) Donde esta el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
    Mas es de saber que los primeros que recibieron el Espíritu santo, para que ellos vivieran santamente y con su predicación aprovecharan a algunos, después de la resurrección del Señor, le recibieron de nuevo ostensiblemente, precisamente para que pudieran aprovechar, no a pocos, sino a muchos. Por eso en esta donación del Espíritu se dice: Quedan
    perdonados los pecados de aquellos a quienes vosotros se los perdonareis, y retenidos los de aquellos a quienes se los retuviereis.
    Pláceme fijar la atención en el más alto grado de gloria a que fueron
    sublimados aquellos discípulos, llamados a sufrir el peso de tantas
    humillaciones. Vedlos, no sólo quedan asegurados ellos mismos, sino que además reciben la potestad de perdonar las deudas ajenas y les cabe en suerte el principado del juicio supremo, para que, haciendo las veces de Dios, a unos retengan los pecados y se los perdonen a otros.
    Así, así correspondía que fueran exaltados por Dios los que hablan aceptado humillarse tanto por Dios. Ahí lo tenéis: los que temen el juicio riguroso de Dios quedan constituidos en jueces de las almas, y los que temían ser ellos mismos condenados condenan o libran a otros.
  4. El puesto de éstos ocúpenle ahora ciertamente en La Iglesia los obispos. Los que son agraciados con el régimen, reciben la potestad de atar y de desatar. Honor grande, si; pero grande también el peso o responsabilidad de este honor. Fuerte cosa es, en verdad, que quien no sabe tener en orden su vida sea hecho juez de la vida ajena; pues muchas veces sucede que ocupan aquel puesto de juzgar aquel cuya vida no concuerda en modo alguno con el puesto, y, por lo mismo, con frecuencia ocurre que condene algunos que no lo merecen, o que él mismo, hallándose ligado, desligue a otros. Muchas veces, al atar o desatar a sus súbditos, sigue el impulso de su voluntad y no
    lo que merecen las causas; de ahí resulta que queda privado de esta misma potestad de atar y de desatar quien la ejerce según sus caprichos y no por mejorar las costumbres de los subiditos. Con frecuencia ocurre que el pastor se deja llevar del odio o del favor hacia cualquiera prójimo; pero no pueden juzgar debidamente de los súbditos los que en las causas de éstos se dejan llevar de sus odios o simpatías. Por eso rectamente se dice por el profeta (Ez.
    13,19) que mataban a las almas que no están muertas y daban por vivas a las que no viven. En efecto, quien condena al justo, mata al que no está muerto, y se empeña en dar por vivo al que no ha de vivir quien se esfuerza en librar del suplicio al culpable.
  5. Deben, pues, examinarse las causas y luego ejercer la testad de atar y de desatar. Hay que conocer qué culpa ha precedido qué penitencia ha seguido a la culpa, a fin de que la sentencia del pastor absuelva a los que Dios omnipotente visita por la gracia de la compunción; porque la absolución del confesor es verdadera cuando se conforma con el fallo del Juez eterno. Lo cual significa bien la resurrección del muerto de cuatro días, pues ella demuestra que el Señor primeramente llamó y dio vida al muerto, diciendo (Jn. 11,43): Lázaro, sal afuera; y que después, el que había salido afuera con vida, fue desatado por los discípulos, según está escrito (Jn. 11,44): Cuando hubo salido afuera el que estaba atado de pies y manos con fajas, dijo
    entonces a sus discípulos: desatadle y dejadle ir. Ahí lo tenéis: los discípulos desatan a aquel que ya vivía, al cual, cuando estaba muerto, había resucitado el Maestro. Si los discípulos hubieran desatado a Lázaro cuando estaba muerto, habrían hecho manifiesto el hedor más bien que su poder. De esta consideración debe deducirse que nosotros, por la autoridad pastoral, debemos absolver a los que conocemos que nuestro Autor vivifica por la gracia suscitante; vivificación que sin duda se conoce ya antes de la enmienda en la misma confesión del pecad. Por eso, al mismo Lázaro muerto no se le dice: Revive, sino Sal afuera.
    En efecto, mientras el pecador guarda en su conciencia la culpa, ésta se halla oculta en el interior, escondida en sus entrañas; pero cuando el pecador voluntariamente confiesa sus maldades, el muerto sale afuera. Decir, pues, a Lázaro: Sal afuera, es como si a cualquier pecador claramente se dijera: ¿Por qué guardas tus pecados dentro de tu conciencia? Sal ya afuera por la confesión, pues por tu negación estás para ti oculto en tu interior. Luego decir: salga afuera el muerto, es decir confiese el pecador su culpa, puro decir: desaten los discípulos, al que sale fuera, es como decir que los
    pastores de la Iglesia deben quitar la pena que tuvo merecida quien no se avergonzó de confesarse.
    He dicho brevemente esto por lo que responde al ministerio de absolver, para los pastores de la Iglesia procuran atar o desatar con gran cautela. Pero no obstante, la grey debe temer el fallo del pastor, ya falle justa o injustamente, no sea que el súbdito, aun cuando tal vez quede atado injustamente, merezca ese mismo fallo por otro culpa.
    El pastor, por consiguiente, tema atar o absolver indiscretamente; mas el que está bajo la obediencia del pastor tema quedar atado, aunque sea indebidamente, y no reproche, temerario, el juicio del pastor, no sea que, si quedó ligado injustamente, por ensoberbecerse de la desatinada reprensión, incurra en una culpa que antes no tenia. Y dicho todo esto harto rápidamente, tornemos al orden de la exposición.
  6. Tomás, uno de los doce, llamado Didimo, no estaba con ellos cuando vino el Señor. Únicamente este discípulo estuvo ausente, y cuando vino oyó lo que había sucedido y no quiso creer lo que oía. Volvió de nuevo el Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado para que le tocase y le mostró las manos, y con presentarle las cicatrices de sus llagas curó la llaga de su incredulidad.
    ¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Creéis que sucedió al
    acaso el que estuviera en aquella ocasión ausente aquel discípulo elegido y el que, cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y dudando palpara, y palpando creyera? No; no sucedió esto al acaso, sino que fue disposición de la divina providencia; pues la divina Misericordia obró de modo tan admirable para que, tocando aquel discípulo incrédulo las heridas de su Maestro, sanase en nosotros las llagas de nuestra incredulidad. De manera que la incredulidad de
    Tomás ha sido más provechosa para nuestra fe que la fe de los discípulos creyentes, porque, decidiéndose aquél a palpar para creer, nuestra alma se afirma en la fe, desechando toda duda.
    En efecto, el Señor, después de resucitado, permitió que aquel discípulo dudara; pero, no obstante, no le abandono en la duda; a la manera que antes de nacer quiso que Maria tuviera esposo, el cual, no obstante, no llego a consumar el matrimonio; porque, así como el esposo había sido guardián de la integérrima virginidad de su Madre, así el discípulo, dudando y palpando, vino a ser testigo de la verdadera resurrección.
  7. Y tocó y exclamó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! Díjole Jesús: Tú has
    creído, Tomás, porque me has visto. Diciendo el apóstol San Pablo que
    (Hebr. 11,1) la fe es el fundamento de las cosas que se esperan y un
    convencimiento de las cosas que no se ven, resulta claro en verdad que la fe es una prueba decisiva de las cosas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del conocimiento. Ahora bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y palpó, se le dice: Porque has visto has creído? Pues es porque el vio una cosa y creyó otra; el hombre mortal, cierto que no puede ver la divinidad; por tanto el vio al hombre y creyó que era Dios; y así dijo: ¡Señor
    mío y Dios mío! Luego viendo creyó porque, conociéndole verdadero hombre le aclamó Dios aunque como tal no podía verle.
  8. Causa mucha alegría la que sigue: Bienaventurados los que sin haber visto han creído. Sentencia en la que sin duda, estamos señalados nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos vista en la carne. Si en ella estamos significados nosotros, pero con tal que nuestras obras se conformen con nuestra fe, porque quien cumple en la práctica lo que cree, ése es el cree de verdad. Por el contrario, de aquellos que solamente creen con palabras
    dice San Pablo (Tit. 1,16) Profesan conocer a Dios, mas lo niegan con las obras; por eso dice Santiago (2,17): La fe, si no es acompañada de obras, está muerta en sí misma; y, por lo mismo, el Señor dice al santo Job, refiriéndose al antiguo enemigo del género human (Job 40,18): Mira cómo él se sorbe en río, sin que le parezca haber bebido mucho; aun presume poder agotar el Jordán entero. Y bien, por el río, ¿quién está significado sino el género humano, que va pasando?; esto es, el género humano, que corre desde el principio hasta el fin y que, como agua puesta en movimiento, corre por la declinación de la carne hasta su término señalado. ¿Y qué se designa por el Jordán sino la clase de los bautizados?; porque, como el Autor de
    nuestra redención se digno ser bautizado en el río Jordán, rectamente con el nombre de Jordán se designa la multitud de los que están comprendidos en el sacramento del bautismo.
    Así, pues, el antiguo enemigo sorbió el río del género humano, porque desde el principio del mundo hasta la venida del Redentor, salvándose apenas algunos pocos elegidos, tragó en el vientre de su malicia al género humano; por eso se dice bien de él: Se sorbe un río y no le parece mucho, pues no tiene por grande cosa el arrebatar a los infieles. Pero es harto grave lo que sigue: Y aún presume poder agotar el Jordán entero; porque, después de haber arrebatado a todos los infieles desde el principio del mundo, aún
    presume poder engañar también a los fieles; porque con el lenguaje de su pestífera persuasión diariamente devora a aquellos cuya vida réproba esta en desacuerdo con la fe que profesan.
  9. Por consiguiente, hermanos carísimos, temed esto y prestadle toda
    atención; meditadlo con toda solicitud. Ved que celebramos la solemnidad de la Pascua, pero debemos vivir de modo que merezcamos llegar a las fiestas de la eternidad.
    Todas las fiestas que se celebran en el tiempo pasan; procurad cuantos
    estáis presentes a esta solemnidad no ser excluidos de la solemnidad eterna.
    ¿De qué sirve asistir a las fiestas de los hombres, si aconteciera faltar a las fiestas de los ángeles? la solemnidad presente es una sombra de la
    solemnidad futura, y anualmente celebramos ésta precisamente para ser llevados a aquella que no es anual, sino perdurable.
    Cuando se celebra esta en su tiempo determinado, confórtese nuestra
    memoria con el recuerdo de aquélla; con la repetición del gozo temporal, caliéntese y enfervorícese el alma en los gozos eternos, para que en la patria se goce realmente con alegría lo que aquel gozo se piensa figuradamente durante la jornada. Poned, pues, en orden, hermanos, vuestra vida y vuestras costumbres.
    Considerad ahora cuán riguroso aparecerá en el juicio este que tan manso ha resucitado de entre los muertos. Cierto que en el día de su tremendo juicio aparecerá con los ángeles, con los arcángeles, con los tronos, con las dominaciones, con los principados y con las potestades, ardiendo los cielos y la tierra, es decir, aterrorizados en su presencia todos los elementos. Así que tened presente siempre a este tan severo Juez; temed ahora a este que ha de venir, para que, cuando venga, le veáis, no temerosos, sino tranquilos; se le debe temer ahora para no temerle después; sírvanos su temor para acostumbrarnos a obrar bien; el miedo que nos infunde aparte de la perversión nuestra vida.
  10. Creedme, hermanos, tanto mas seguros estaremos entonces en su
    presencia, cuanto más hagamos ahora por recelarnos de la culpa. ¿Verdad que, si alguno de vosotros tuviera que presentarse mañana para informar ante mi tribunal en un pleito que tuviera con su adversario, tal vez pasaría toda la noche insomne, discurriendo para si, solicito y anheloso, qué es lo que él podría decir y qué respondería a las objeciones; y temería mucho el encontrarme duro, y temblaría de aparecer culpable? Pero ¿quién o qué soy yo? Ciertamente, no tardando, después de ser hombre he de ser todo
    gusanos, y después de esto, polvo. Luego, si con tanto cuidado se teme el juicio de quien es polvo, ¿Con qué solicitud se debe pensar, con qué miedo se debe proveer el juicio de tan soberana Majestad?
  11. Mas, como hay algunos que dudan de la resurrección de la carne, y como la demostraremos mejor saliendo a la vez al paso a las dudas ocultas en vuestros corazones, debemos decir algo acerca de la fe de la resurrección. Muchos, pues, están dudosos respecto a la resurrección, como nosotros lo estuvimos en algún tiempo, porque, como ven que en el sepulcro la carne se convierte en podredumbre y los huesos quedan reducidos a polvo, no creen que del polvo sean formados otra vez la carne y los huesos; y, como discurriendo para sí, vienen a decir esto: ¿Cuándo ha surgido del polvo un hombre?, ¿Cuándo ha sucedido animarse la ceniza?
    A los cuales responderemos brevemente que, para Dios, rehacer lo que ya fue es mucho menos que el crear lo que no ha existido. ¿O qué maravilla es que quien creó todas las cosas de la nada torne a hacer del polvo al hombro?; porque más admirable es haber formado de la nada el cielo y la tierra que el volver a hacer de la tierra al hombre.
    Pero se pone la atención en la ceniza y se duda de que pueda convertirse en carne, y se busca cómo comprender por medio de la razón el poder de la obra de Dios.
    Tales cosas dicen éstos en sus pensamientos porque los diarios milagros de Dios, precisamente por se frecuencia, han desmerecido para ellos. Pero ahí la tenéis: en el grano de un pequeñísimo semilla esta encerrada toda la magnitud del árbol que de ella ha de nacer. Imaginémonos, pues, la admirable magnitud de un árbol cualquiera; pensemos dónde comenzó al nacer ese árbol que, creciendo, ha llegado a ser tan grande, y hallaremos, sin duda, su origen en una pequeñísima semilla. Consideremos ahora dónde esta culta en aquel pequeño grano la fortaleza del Leña, la áspero de la
    corteza, su gran olor y sabor, la abundancia de los frutos y el verdor de las hojas; porque, si tocamos el grano de la semilla, hallamos que no es fuerte, ¿de dónde, pues, ha procedido la fortaleza del madero?; tampoco es áspero, ¿de donde ha brotado la áspero de la corteza? ni tiene sabor, ¿de dónde el sabor de los frutos?; se le huele y no tiene olor, ¿de dónde el olor fragante de los frutos?; nada verde muestra en si, ¿de donde ha salido el verdor de las hojas?
    Luego en la semilla están juntamente ocultas todas esas cosas, que, sin
    embargo, no brotan juntamente de la semilla; en realidad, de la semilla se produce la raíz, de la raíz procede el tallo, del tallo sale el fruto y del fruto otra vez la semilla.
    Añadamos, en consecuencia, que también la semilla se oculta, en la semilla; ¿qué tiene, pues, de extraño que del polvo rehagan los huesos, los nervios, la carne, los cabellos…, aquel que de una pequeña semilla renueva todos los días, en la gran corpulencia de un árbol, la madera, los frutos y las hojas?
    Por la tanto, cuando el alma busca dudosa la razón del poder resucitar, deben presentársele las cuestiones de estas cosas que suceden sin cesar y que, sin embargo, jamás puede comprender la razón; y ya que no puede comprender la que esta viendo con los ojos, crea lo que oye referente a las promesas del poder de Dios.
    Meditad, hermanos, en vuestro interior las promesas que son perdurables, pero tened en menos las que pasan con el tiempo como cosa ya pasada.
    Apresuraos a poner toda vuestra voluntad en llegar a la gloria de la
    resurrección, que en sí ha puesto de manifiesto la Verdad. Ahuyentad los deseos terrenales, que apartan del Creador, porque tanto más alto llegareis en la presencia de Dios omnipotente cuanto más os distingáis en el amor al mediador entre Dios y los hombres, el cual vive y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.
    (S. Gregorio Magno; Obras de San Gregorio Magno; BAC 170 III
    Madrid 1958; Homilía VI pag. 660-668).

Photo courtesy of Adobe Stock: Christ and Thomas, by Sebastiano Santi, Santi Apostoli, Venice