Por San Pedro Julián Eymard
La Eucaristía es nuestro camino
Ego sum via, ventas et vita.
“Yo soy el camino, la verdad y la vida”
(Joann., 14, 6.)
JESUCRISTO pronunció estas palabras cuando se hallaba todavía entre los hombres; pero se extienden más allá de la vida humana del Salvador. Son para siempre y puede repetirlas con toda verdad en el santísimo Sacramento.
En la vida espiritual hay también caminos ficticios, caminos que parecen atajos sin serlo, y caminos por los cuales se puede andar algún tiempo para dejarlos después.
Mas Jesucristo en el santísimo Sacramento es el camino fijo. Es el modelo y el medio para andarlo, que de poco nos habría de servir conocer el camino si con su ejemplo no nos enseñase a ir por él. No se va al cielo sino participando de la vida del Salvador. Esta se nos da, en germen, en el Bautismo, y los sacramentos la fortalecen; pero la perfección de ella consiste principalmente en la imitación y práctica de las virtudes de nuestro Señor. Necesitamos ver a Jesucristo, practicar sus virtudes para imitarlas, y seguirle en todos los pormenores de los sacrificios y de los trabajos que ellas exigen para reinar en nosotros. Sus virtudes son la aplicación a la práctica de sus palabras, sus preceptos puestos en acción. Para llegar a la perfección es necesario detallarlas, porque no llega a la perfección sino aquello que se ha particularizado: Non est perfectum nisi particulare.
El Verbo eterno, que querría conducirnos a su Padre y que no podía practicar en el cielo las virtudes humanas porque todas ellas implican la idea de combate y de sacrificio, se hizo carne, tomó lo que es propio del hombre y trabajó ante sus ojos. Como en el cielo, al que ascendió glorioso, no puede practicar nuestras virtudes de paciencia, pobreza y humildad, se hizo Sacramento para continuar siendo nuestro modelo. Estas virtudes no provienen ya de la libertad, ni merece con ellas, sino que las ha trocado en estado suyo y se ha revestido de ellas. En otro tiempo, practicaba los actos de las virtudes, ahora se viste exteriormente con ellas. En la tierra fué humilde y humillado; ahora reina glorioso, pero bajo una apariencia de humildad en el Sacramento.
Jesucristo ha vinculado a su ser este estado de las virtudes de una manera inseparable: contemplándole vemos sus virtudes, y sabemos lo que tenemos que hacer para practicar los actos de estas mismas virtudes. Quitad su humillación, y cesa su estado sacramental. Suprimid su pobreza; figuradle acompañado de un magnífico cortejo, y veréis cómo quedamos anonadados ante su majestad; ya no cabe amor, porque el amor no se manifiesta sino descendiendo. Practica aquí mucho más que en el calvario la paciencia y el perdón de las injurias. Allí sus verdugos no le conocían, aquí se le conoce y se le insulta. Pide a su Padre por tantas ciudades deicidas que le han proscrito. Sin esta súplica de perdón ya no habría Sacramento de amor, y la justicia divina rodearía y protegería su trono insultado.
No practica los actos de las virtudes, pero manifiesta el estado de las mismas, y a nosotros toca practicar dichos actos para completarlos. Por ello Jesucristo Eucaristía forma con nosotros una sola persona moral. Nosotros somos sus miembros activos y su cuerpo, del cual El es cabeza y corazón, de tal modo, que Jesús puede decir: “Aun vivo”. Y nosotros somos su complemento y los que le perpetuamos.
Así, pues, en el Sacramento Jesús se nos ofrece modelo de todas las virtudes. Estudiaremos detalladamente algunas de ellas: ¡nada hay tan hermoso como la Eucaristía!
Solamente las almas piadosas, las que comulgan y reflexionan, son las que lo pueden comprender. Las demás nada de esto entienden. Pocas son las personas que piensan en las virtudes, en la vida y en el estado de Jesucristo en el santísimo Sacramento. Se le trata como si fuese una estatua: créese que sólo está allí para perdonarnos y oír nuestras oraciones, y esto es falso. Jesucristo nuestro señor está vivo y obra: miradle, estudiadle e imitadle. Los que no lo hacen se ven obligados a retroceder veinte siglos, a leer el evangelio, a completarlo en cuanto a muchos de los pormenores íntimos de su vida; están privados de la dulzura de estas palabras actuales y presentes:
“Yo soy actualmente vuestro camino.”
¡Yo soy vuestro camino! Sin duda que la verdad no cambia y el Evangelio es siempre un libro vivo; pero aun con todo eso, ¡qué trabajo no cuesta volver la vista atrás! Además, esto no es más que una representación que exige trabajo y fatiga; es más especulativo y menos a propósito para sostener la virtud. Sólo en la Eucaristía se asegura y se sostienen fácilmente las virtudes.
Tengamos siempre presente que Jesucristo en el santísimo Sacramento no es sólo dispensador de gracias, sino, también y principalmente, camino y modelo. La educación se consigue por la presencia, por una secreta correspondencia entre el corazón de la madre y el del hijo. La voz de la madre hace vibrar el corazón del hijo, mientras que los extraños nada de esto consiguen.
Por lo tanto, no conseguiremos reproducir la vida de Jesucristo mientras nuestra propia vida no se desenvuelva bajo su inspiración, y si no es El mismo quien nos educa. Podrá indicársenos el camino de las virtudes; pero comunicárnoslas y educarnos íntimamente, nadie es capaz de ello fuera del mismo Jesucristo. Moisés y Josué conducían al pueblo; pero a su vez, eran ellos guiados por la columna de fuego. Del mismo modo, un director no podrá hacer más que repetiros las órdenes del Señor: él consulta a Jesucristo, le busca en vosotros y examina las gracias y el atractivo particular que Jesús ha depositado en vuestra alma. Para conocerte trata de conocer a Jesucristo en ti, y con esto te guía por el sendero de la virtud que exija tu gracia dominante, la cual trata él de desarrollar y aplicar a toda tu vida bajo la alta inspiración del soberano director de las almas: no tiene otro cometido que repetirte sus órdenes.
Jesucristo nuestro señor está en el santísimo Sacramento para todos, no tan sólo para los directores de almas, pues allí todos pueden verle y consultarle. Mirad cómo practica todas las virtudes y sabréis lo que tenéis que hacer. Si leéis el Evangelio trasladadlo a la Eucaristía y de la Eucaristía a vosotros mismos. Vuestro poder es entonces mucho mayor. Tornase más claro el evangelio, y comprendéis que lo que tenéis ante los ojos es la continuación real de lo que leéis. Porque nuestro Señor, que es el modelo, es también luz que nos lo hace conocer, descubriéndonos al propio tiempo sus bellezas. Jesucristo en el santísimo Sacramento es su propia luz, su propio conocimiento, como el sol que presenta en sí mismo su propia prueba, y en cuanto se muestra al punto se deja conocer. No hacen falta para eso razonamientos. Un hijo no razona para conocer a sus padres. Así, se manifiesta Jesucristo por su presencia, por su realidad.
Pero a medida que conocemos mejor su voz, que es cuando nuestro corazón está más vacío de sí y mejor preparado, Jesucristo aparece desde un aspecto más luminoso y de una manera más íntima que sólo los que aman pueden conocer. Entonces comunica al alma una convicción divina y esta luz eclipsa toda luz de la razón natural. Ved, si no, a la Magdalena: una sola palabra de
Jesús basta para que ella le reconozca. De igual manera, en el santísimo Sacramento no dice más que una palabra; mas esa palabra, “Yo soy”, resuena en el fondo del corazón, y se le siente y se le cree con más firmeza que si le viéramos con nuestros propios ojos.
Esta manifestación de la Eucaristía debe ser el punto de partida para todos los actos de nuestra vida. Es necesario que todas las virtudes nazcan de la Eucaristía. Queréis practicar la humildad…, mirad cómo la practica Jesús en el santísimo Sacramento. Partiendo de este conocimiento y de esta luz podéis, si os place, trasladaros al pesebre, o al calvario, adonde llegaréis así más fácilmente, porque está en la naturaleza del entendimiento del hombre proceder de lo conocido a lo desconocido, y en el santísimo Sacramento tenéis a la vista la humildad de Jesucristo. Apoyados en esto os será mucho más fácil suponer lo que fué en su nacimiento o en otra circunstancia cualquiera de su vida. Haced lo mismo respecto de las demás virtudes, y así comprenderéis mejor el Evangelio. Nuestro señor Jesucristo habla por medio de su estado sacramental, y nadie mejor que El puede hacer comprender sus palabras y sus misterios. Comunícanos, además, la unción necesaria para que las saboreemos, al mismo tiempo que las comprendamos. No andamos ya en busca de la mina, la hemos encontrado y es hora de explotarla. Sólo por la Eucaristía se siente toda la fuerza actual de estas palabras del Salvador: “Yo soy el camino”. Ego sum via.
Que todo el estudio de nuestro espíritu consista en contemplar la Eucaristía, buscando en ella la norma de conducta que hemos de seguir en todas las circunstancias de la vida cristiana. En esto consiste y por este medio se conserva la vida en unión con Jesús sacramentado. De este modo llegaremos a ser eucarísticos aquí en nuestra vida y nos santificaremos según la gracia de la Eucaristía.
(San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Ed. Eucaristía, 4ª Ed., Madrid, 1963, Pág. 133-136)
San Agustín, varios escritos
5-6. Porque anteriormente le habían preguntado a dónde se iría, y les había respondido «que ellos no podrían ir a donde El iría», ahora que les asegura que se va, ninguno le pregunta a dónde, y por esto dice: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Dónde vas?”». Al irse el Señor al cielo no le preguntaron con palabras, sino que le acompañaron con su mirada. Pero veía el Señor el efecto que en sus corazones hacían sus palabras. Puesto que no tenían aún el consuelo interior del Espíritu Santo que habían de recibir, temían perder lo que exteriormente veían en Cristo. Además, puesto que el Señor siempre decía la verdad, no cabía que dudasen de que los iba a dejar. Así pues, el humano cariño los entristecía, y por esto les dijo: «Por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza.»
7. Pero El conocía qué era lo que más les convenía, porque la visión interior con que el Espíritu Santo había de consolarles, era mejor. Por esto añadió: «Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya…» (in Ioannem, tract., 94).
7b. «… si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré:» Esto lo dijo, no porque medie desigualdad entre el Verbo de Dios y el Espíritu Santo, sino porque la presencia del Hijo del hombre entre ellos, era un obstáculo a la infusión de sus dones, porque el que había de venir no era menor, pues no se anonadó como el Hijo tomando forma de siervo (Flp 2), y convenía que desapareciese de los ojos de ellos la forma de siervo, en la que sólo consideraban a Cristo a quien veían. Por lo que dice: «Si yo marcho, os lo enviaré» (De Trin, 1, 9).
Acaso, estando El aquí, ¿no podía enviarlo? Sabemos que vino y permaneció sobre El en el bautismo, y aun sabemos que nunca se separó de El. ¿Por qué, pues, el decir «Si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros», sino porque no podéis recibir el Espíritu Santo, cuando persistís en no conocer a Cristo sino según la carne? Separándose Cristo corporalmente, vino a ellos espiritualmente, no sólo el Espíritu Santo, sino que también el Padre y el Hijo (in Ioannem, tract., 94).
Esta bienaventuranza nos trajo el Espíritu Santo: que, separada de nuestros ojos de carne la forma de siervo que tomó en el vientre de la Virgen, pueda contemplarle la agudeza de nuestra inteligencia purificada en la misma forma de Dios, con la que es igual al Padre, conservando al mismo tiempo aquella en que se dignó aparecer en carne (De verb Dom. Serm. 60).
8-9. «y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio;» ¿Por ventura Cristo no arguye al mundo? O ¿acaso porque Jesucristo no habló más que con la nación judía, no argüirá al mundo? Pero el Espíritu Santo ¿no arguyó acaso, no sólo a una nación, sino a todo el mundo por medio de sus discípulos esparcidos por todo el orbe? ¿Y habrá quien se atreva a decir que es el Espíritu Santo y no Cristo quien arguye por medio de los discípulos de Cristo, cuando clamaba el Apóstol: «¿Acaso queréis experimentar si es Cristo el que en mí habla?» (2Cor 13,3). Cristo es, pues, quien arguye a los que arguye el Espíritu Santo. Pero dijo «El argüirá al mundo», como si dijera: El derramará la caridad en vuestros corazones. Así, pues, depuesto todo temor, tendréis libertad para reprender. Después explica lo que había dicho, del siguiente modo: «en lo referente al pecado, porque no creen en mí.» Y citó este pecado como el mayor de todos, porque perseverando éste los demás son retenidos, y desapareciendo éste todos son perdonados (in Ioannem, tract., 95).
Pero hay gran diferencia entre creer que es Cristo y creer en Cristo, pues que es Cristo, hasta los demonios lo creyeron. Pero cree en Cristo quien espera en El y le ama (De verb Dom. Serm. 61).
9-10. « …en lo referente al pecado, porque no creen en mí » También el Espíritu Santo acusa al mundo de pecado, porque el nombre del Salvador, que es reprobado por el mundo, obra maravillas. El Salvador, después de guardada la justicia, no temerá volver a Aquel que le envió, y por su regreso probará de dónde vino, y por eso dice: «en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis.» (De quaest. Nov. et vet testam, qu. 89).
10. Es acusado el mundo de pecado, porque no cree en Cristo, al mismo tiempo que los creyentes son acusados de justicia, porque la comparación entre los fieles es la reprobación de los infieles. «En lo referente a la justicia porque me voy al Padre…» y dado que el sentido de la palabra infidelidad se acostumbra a usar en el sentido que expresa la pregunta: ¿cómo creemos aquello que no podemos ver?, conviene, pues, definir en qué consiste la justicia de los que creen. Y esto queda expresado en la frase: «Porque me voy al Padre, y ya no me veréis.» Bienaventurados, pues, los que no ven y creen. Porque los que vieron a Cristo no merecieron alabanza por su fe, porque creían lo que veían, esto es, al Hijo del hombre, pero sí en cuanto creían lo que no veían, esto es, al Hijo de Dios. Pero cuando desapareció de su presencia la forma de siervo, entonces se verificó completamente la palabra: «El justo vive de la fe» (Rom 1,17). Consistirá, pues, vuestra justicia, de la que acusará al mundo, en que creeréis en mí, a quien no veréis; y cuando me viereis como ahora, no me veréis del modo que estoy con vosotros, esto es, no me veréis mortal, sino eterno. Al decir, pues, «ya no me veréis.» , profetizó que en adelante ya nunca le verían (in Ioannem, tract., 95).
También podríamos decir que ellos no creyeron que iba al Padre y éste fue su pecado. Pero del Señor fue la justicia. Porque si fue misericordia el venir del Padre a nosotros, fue justicia el volver al Padre, según aquellas palabras del Apóstol: «Porque Dios le exaltó» (Flp 2,9). Pero si vuelve solo al Padre, ¿qué bien nos resulta a nosotros? No va solo, porque Cristo es uno con todos sus elegidos, así como la cabeza con el cuerpo. El mundo es acusado de pecado en aquellos que no creen en Cristo, y de justicia en los que resucitan como miembros de Cristo (De verb Dom. serm. 61).
11. Y continúa diciendo: «En lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado.» Es decir, el diablo, príncipe de los inicuos, que en su corazón no viven sino en este mundo, al que aman. En esto mismo que el diablo fue echado fuera, juzgado está, y éste es el juicio del cual el mundo es acusado, porque se lamenta en vano del diablo, el que no quiere creer en Cristo; y juzgado, esto es, echado fuera, le es permitido atacarnos desde fuera para ejercitar nuestra virtud y vencerle en el martirio, no sólo los varones, sino que también las mujeres, los niños, y hasta las tiernas doncellas.
Juzgado está, porque fue condenado irrevocablemente al fuego eterno. En este juicio está condenado el mundo, porque está juzgado con su príncipe, a quien imita en soberbia e impiedad. Crean, pues, los hombres en Cristo, para que no sean acusados del pecado de infidelidad, con el cual son retenidos todos los demás pecados; pasen al número de los fieles para que no sean argüidos de justicia por aquellos a quienes, justificados, no imitan; y guárdense del futuro juicio para que no sean condenados con el príncipe del mundo, a quien imitan (in Ioannem, tract., 95).
Viendo los demonios subir las almas de los infiernos a los cielos, conocieron que el príncipe de este mundo había sido ya juzgado como reo en la causa del Salvador, y condenado a perder lo que retenía. Esto, en verdad, se vio manifiestamente en la ascensión del Salvador, y fue manifestado claramente a sus discípulos en la venida del Espíritu Santo (De quaest. Nov. et vet testam, qu. 89).